En honor a los Mineros españoles que han llegado a Madrid, después de recorrer más de 400 kms a pie. El recibimiento ha sido apotéosico, profundamente emotivo. Los madrileños les han abrigado con una solidaridad desbordada. Se le puede llamar la NOCHE DE LA DIGNIDAD MINERA. Los medios locales han hecho escasa referencia al evento, a pesar de que en los internacionales se subraya como un hecho heróico, cargado de lucha y tenacidad. Las redes sociales han ido acompañándoles en la travesía y esta noche, igualmente, se han volcado para recibirles.
Desde este espacio, trozo de mi corazón, mente y vida, me congratulo con estos españoles que nos invitan a recordar que el PODER RADICA EN EL PUEBLO... Acaricio sus pies cansados en señal de agradecimiento.
¡Viva la DIGNIDAD de los Mineros!
La valentía no puede anidar en la indiferencia y cobardía... Traigo el texto de Antonio Gramsci para homenajear su figura y en honor al valor y coraje de los Mineros.
ODIO A LOS INDIFERENTES
Odio a
los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien
verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La
indiferencia y la abulia son parasitismo, son bellaquería, no vida. Por
eso odio a los indiferentes.
La
indiferencia es el peso muerto de la historia. La indiferencia opera
potentemente en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la
fatalidad; aquello con que no se puede contar. Tuerce programas, y
arruina los planes mejor concebidos. Es la materia bruta desbaratadora
de la inteligencia. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos,
acontece porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, permite la
promulgación de leyes, que sólo la revuelta podrá derogar; consiente el
acceso al poder de hombres, que sólo un amotinamiento conseguirá luego
derrocar. La masa ignora por despreocupación; y entonces parece cosa de
la fatalidad que todo y a todos atropella: al que consiente, lo mismo
que al que disiente, al que sabía, lo mismo que al que no sabía, al
activo, lo mismo que al indiferente. Algunos lloriquean piadosamente,
otros blasfeman obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: ¿si
hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, habría pasado lo que ha
pasado?
Odio a
los indiferentes también por esto: porque me fastidia su lloriqueo de
eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos: cómo han acometido
la tarea que la vida les ha puesto y les pone diariamente, qué han
hecho, y especialmente, qué no han hecho. Y me siento en el derecho de
ser inexorable y en la obligación de no derrochar mi piedad, de no compartir con ellos mis lágrimas.
Soy partidista, estoy vivo, siento ya en la consciencia de los de mi parte el pulso
de la actividad de la ciudad futura que los de mi parte están
construyendo. Y en ella, la cadena social no gravita sobre unos pocos;
nada de cuanto en ella sucede es por acaso, ni producto de la fatalidad,
sino obra inteligente de los ciudadanos. Nadie en ella está mirando
desde la ventana el sacrificio y la sangría de los pocos. Vivo, soy
partidista. Por eso odio a quien no toma partido, odio a los
indiferentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario