Aún no amanecía, la extraña tibieza de la noche invernal acariciaba la piel.

El cielo se abrió y llovió luceros, estrellas, lunas, trozos de lágrimas inacabadas, convirtiendo el jardín en un mar de luz sobre la que retozaban los recuerdos de momentos compartidos, en vida, con mis perros. Instante fugaz y eterno. Se desvanecieron lentamente, ya no regresaron a las oscuras salas de la espera, se enfilaron hacia el firmamento que amenazaba clarear mientras se perdían a lo lejos.

Amaneció.
El jardín sigue igual pero sembrado de ausencias. Están todos, uno a uno, en mis sueños esperando salir a volar juntos, sin ataduras ni muerte, donde el duelo es flor y el llanto besos sin tiempo.
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