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viernes, 25 de mayo de 2012

Se llamaba Ángel... para un final.



Sí, a los ocho años descubrí que había nacido enamorada.

Ahí estaba, temblorosa frente a él, un guerrillero de 20 años, benjamín de esas familias que, como el café, parían hasta la eternidad, hermano menor de la amiga de mi madre, con el incipiente toque mestizo de los vascos asentados en las montañosas arrugas andinas.

Escribía poesía y el aguardiente lo hacía llorar ríos, mares, rabia. Era un Merlín del Dolor sin alquimia ni salida a tanta muerte y sangre de esos tiempos en que la Justicia se mantenía en algún tubo de ensayo.

Conocí el insomnio, las palpitaciones, el sudor de manos, las lágrimas de amor, el arte del reojo como talismán contra la desnudez del alma y el ardor que produce la ausencia de un beso, deseado como la muerte misma.

Sí, tenía ocho años cuando supe que lo abatieron con la guitarra, como arma, entre sus brazos, lo destrozaron porque cantaba notas muy altas sobre oligarcas tremendamente bajos que denunciaba desde su quinto semestre de Derecho y Ciencias Políticas con textos marxistas, bajo el brazo, heredados de Jorge Eliécer Gaitán, su Luz y Guía.

Y hoy lo he recordado de especial manera, porque nací enamorada de la Justicia, de la Solidaridad, del Amor que, HOY, SÍ, HOY, los estudiantes y jóvenes de México enarbolan en señal de esperanza por el cambio que recorre esas Venas Abiertas de Galeano, las de America Latina.

El tiempo es manecilla horaria implacable, calendario juez y parte, tiñe de nieve el cabello, más no llega al alma que sigue creyendo en cada amanecer, en la Utopía de un mundo justo y bueno para todos.


Se llamaba Ángel, como el de la canción de Silvio, para un final que sigue amaneciendo en mi corazón en cada Alba, mientras esté abierto al amor y a la esperanza.










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