“Al subir topé en la escalera oscura con el viejo
Salamano, mi vecino de piso. Estaba con su perro. Hace ocho años que se los ve
juntos. El podenco tiene una enfermedad en la piel, creo que sarna, que le hace
perder casi todo el pelo y lo cubre de placas y costras oscuras. A fuerza de
vivir con él, solos los dos en una pequeña habitación, el viejo Salamano ha
concluido por parecérsele. Tiene costras rojizas en el rostro y pelo amarillo y
escaso. A su vez el perro ha tomado del amo una especie de andar encorvado, con
el hocico hacia adelante y el cuello tendido. Parecen de la misma raza y, sin
embargo, se detestan. Dos veces por día, a once y a las seis, el viejo lleva el
perro a pasear. Desde hace ocho años no han cambiado el itinerario. Puede
vérseles a lo largo de la calle de Lyon, el perro tirando hombre hasta que el
viejo Salamano tropieza. Entonces pega al perro y lo insulta. El perro se
arrastra de terror y se deja arrastrar. Y el viejo debe tirar de él. Cuando el
perro ha olvidado, aplasta de nuevo al amo y de nuevo el amo le pega y lo
insulta. Entonces quedan los dos en la acera y se miran, el perro con terror,
el hombre con odio. Así todos los días. Cuando el perro quiere orinar, el viejo
no le da tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un reguero de gotitas. Si
por casualidad el perro lo hace en la habitación, entonces también le pega.
Hace ocho años que ocurre lo mismo. Celeste dice siempre que «es una
desgracia», pero, en el fondo, no se puede saber. Cuando lo encontré en la
escalera, Salamano estaba insultando al perro. Le decía: «¡Cochino! ¡Carroña!»,
y el perro gemía. Dije: «Buenas tardes», pero el viejo continuó con los
insultos. Entonces le pregunté qué le había hecho el perro. No me respondió.
Decía solamente: «¡Cochino! ¡Carroña!» Me lo imaginaba, inclinado sobre el
perro, arreglando alguna cosa en el collar. Hablé más alto. Entonces me
respondió sin volverse, con una especie de rabia contenida: «Se queda siempre
ahí.» Y se marchó tirando del animal, que se dejaba arrastrar sobre las cuatro patas
y gemía. “
(...)
“Desde lejos divisé en el umbral de la puerta al viejo
Salamano, que tenía aspecto agitado. Cuando nos acercamos vi que no tenía
consigo al perro. Miraba para todos lados, se volvía sobre sí mismo, trataba de
perforar la oscuridad del pasillo, mascullaba palabras sueltas y volvía a
escudriñar la calle con los ojillos enrojecidos. Cuando Raimundo le preguntó
qué le sucedía, no respondió inmediatamente. Oí vagamente que murmuraba:
«¡Cochino! ¡Carroña!», y continuaba agitándose. Le pregunté dónde estaba el perro.
Bruscamente me respondió que se había marchado. Luego, de golpe, habló con
volubilidad: «Lo llevé al Campo de Maniobras como de costumbre. Había mucha
gente en torno de los kioscos de saltimbanquis. Me detuve a mirar 'El rey de la
evasión'. Y cuando quise seguir no estaba más allí. Hace tiempo que estaba por
comprarle un collar menos grande. Pero jamás hubiera creído que esa carroña
pudiera marcharse así.»
Raimundo le explicó entonces que el perro podía haberse
perdido y que iba a volver. Le citó ejemplos de perros que habían hecho decenas
de kilómetros para encontrar a su amo. A pesar de todo, el viejo pareció más
agitado. «Pero ellos lo agarrarán, ¿comprende usted? Si por lo menos alguien lo
recogiera. Pero no es posible, da asco a todo el mundo con las costras. Los
agentes lo agarrarán es seguro.» Le dije entonces que debía ir a la perrera y
que se lo devolverían mediante el pago de algunos derechos. Me preguntó si los
derechos serían elevados. Yo no lo sabía. Entonces montó en cólera: «¡Dar
dinero por esa carroña! ¡Ah, que reviente!» Y se puso a insultarlo. Raimundo
rió y entró en la casa. Le seguí y nos separamos en el rellano del piso. Un
momento después oí los pasos del viejo que golpeó en mi puerta. Cuando abrí
quedó un momento en el umbral y me dijo: «¡Discúlpeme, discúlpeme! ...» Le
invité a entrar, pero no quiso. Miraba la punta de los zapatos y le temblaban
las manos costrosas. Sin mirarme de frente, me preguntó: «¿No me lo han de
agarrar, diga, señor Meursault? ¡Tienen que devolvérmelo! Si no, ¿qué va a ser
de mí?» Le dije que la perrera guardaba los perros tres días a disposición de
los propietarios y que después hacía con ellos lo que le parecía. Me miró en
silencio. Luego dijo: «Buenas noches.» Cerró la puerta. Le oí ir y venir. La
cama crujió. Y por el extraño y leve ruido que atravesó el tabique comprendí
que lloraba…”