Su mutilado corazón aprendió a no preguntar.
Cada noche, ella le dejaba un beso bajo su almohada; en silencio y con los ojos cerrados, él lo recogía al amanecer. Sin explicación aparente, aquellos besos se acumularon, uno sobre otro, y los más antiguos comenzaron a morir, reencarnando algunos en mariposas, otros en jazmines y al último, del que sólo quedó un cadavérico trazo, ella lo incineró en el mar.
Asegura un caminante insomne que en días previos a la primavera, de madrugada, un lucero cae sobre la ola espumosa, florecida de besos...
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